Por Máximo Quitral.
¿El título le parece ofensivo? Dados los últimos acontecimientos –colusión de los pollos, confort y farmacias; Caval, Penta, SQM, etc.–, impropios de una economía de mercado y libre competencia, todo lleva a pensar que el mapa estructural con el que se refundó Chile tras el golpe de Estado de 1973, magistralmente administrado por los gobiernos de la Concertación, ha sido un espejismo propagandístico para vendernos un país que no existe.
El relato de ficción que se instaló, depurado por el proceso de transición a la democracia, promovió un Chile diferente, con hálitos anglosajones que nos empujaban a tomar distancia, por ejemplo, de aquellas tradiciones indigenistas propias de nuestro continente. Por ello no es extraño que lo indígena se asocie con antivalores, con estancamiento y visiones añejas para un país que se autodefinió como “el jaguar de Latinoamérica”.
Este mito chilensis fue absorbido por una población que necesitaba desmarcarse del síndrome de inferioridad civil sistemática generado por la dictadura militar, y que intentaba reconstruir una imagen de superioridad frente al “otro”, en medio de un individualismo exacerbado.
Naturalizamos todo sin cuestionarnos nada, porque nos convencimos de que eso era la norma, la que nos hacía distintos de otros países de la región. Seguros de que eso remarcaba ser “diferentes” y más “desarrollados” al estilo europeo.
Nos indujeron a confiar en las instituciones simplemente porque estas funcionan, sin aclarar que operaban de manera discriminatoria a favor de los poderosos, y que el resto debe asumir por igual la pérdida de sus intereses. Implícitamente se nos clasificó en ciudadanos de primera y segunda categoría.
Los medios de masas anunciaron urbi et orbi que el libre mercado operaba sin restricción alguna, pero ocultó la configuración de monopolios ultraconcentrados y del abuso sistemático sin control. Se nos dijo que estábamos esterilizados frente a la corrupción y que poseíamos el mejor modelo educativo de la región, pero otra vez obviando su modelo de segregación por dinero y que la asociación entre política y negocios era la regla.
Se implementó un sistema de pensiones que con el correr de los años se ha mostrado como un modelo perfecto de empobrecimiento silencioso de la fuerza de trabajo. Construyeron un agresivo discurso de privatización de la salud, similar al de los países del primer mundo, para que finalmente demostrara que era solo una industria que beneficia a unos pocos y deja a la mayoría de la población sin derechos de salud.
Se adoptó un sistema de transporte público supuestamente de primera generación, el Transantiago, pero que desde su puesta en ejecución fue un completo fracaso. Los traslados se hicieron más largos, el costo del pasaje más caro y la promesa de más seguridad y bienestar nunca llegó. Mientras, se privatizan las vías públicas.
Naturalizamos todo sin cuestionarnos nada, porque nos convencimos de que eso era la norma, la que nos hacía distintos de otros países de la región. Seguros de que eso remarcaba ser “diferentes” y más “desarrollados” al estilo europeo. Y ese sentido aspiracional se enquistó y ramificó entre la población como una bacteria sin cura, y fue el precio que pagó la sociedad chilena. Esto se tradujo en que todo es un negocio: con especuladores, con grandes empresarios que solo buscan aumentar su riqueza, con extensas jornadas de trabajo para poder pagar los bienes y servicios que brinda el sistema y con la masificación del dinero de plástico que no es sinónimo de felicidad.
El agobio en que se vive nos enfermó, al punto de que Chile es el país de la “OCDE” en que más aumentó la tasa de suicidio, siendo esta forma de morir la segunda más importante después de los accidentes de tránsito. Para colmo, el aumento de antidepresivos aumentó en un 470% , cuestión que explicaría el explosivo aumento del negocio de las farmacias en el país.
El mito del país exitoso, distinto, con tintes europeístas, lograba su objetivo sin oposición alguna, incluyendo a quienes en algún momento se mostraron contrarios a este diseño, pero que terminaron seducidos por la obra económica del dictador. Hoy estos mitos están cayendo, en parte debido a una sociedad más crítica y consciente de que el Chile que nos dibujaron era una mentira.
Mientras los defensores de ese espejismo construyen relatos hegemónicos contra todo proyecto refundacional que busque derribar los mitos y puedan proteger su obra, será imposible pensar en un Chile más justo. El enorme letargo en que fuimos sumidos debe terminar, para dar paso a la construcción de un futuro más veraz y real, que acabe con el Chile de mentira.
Fuente:El Mostrador