Por Paloma Grunert.
Fueron veintiséis los años en los que el Liceo Experimental Artístico(LEA) se levantó en una de las esquinas más emblemáticas de Quinta Normal. La intersección de Mapocho con calle Lourdes alojó a este proyecto educativo único en Chile, que llegó desde La Reina para echar sus raíces al poniente de Santiago.
No fue sino entrada la democracia cuando la existencia de un colegio dedicado a la formación artística de niños y jóvenes con mucho talento y poco dinero, se masificó por la capital hasta expandir la demanda habitual y pasar a albergar también a algunos estudiantes de sectores más acomodadas. No importaba de dónde ni cómo ni cuánto, aquel que fuera hábil en cualquier rama de las bellas artes, era bienvenido al LEA. Así fue como los hijos de la mujer que olía a verduras, las hijas del hombre preso, el hijo al que traían en auto y la hija con el apellido repetido en el carné, convergían sin historias determinantes.
Yo, llegué a los seis años a rendir la prueba de selección para artes visuales. Una prueba que lejos de sumar, restar o subrayar al predicado, implicaba levantar una escultura con cajas de cartón y pintar un cuadro usando sólo frascos de temperas roja, azul y amarilla, con el desafío de hilvanar el resto del arcoíris con ellas. Ese día pinté un dinosaurio en actitud agresiva. Y quedé. Estuve allí hasta los quince años, aprendiendo diferentes especialidades en torno a las artes plásticas: orfebrería, textil, diseño gráfico, pintura, escultura, dibujo, grabado, entre otros. A su vez, los compañeros de música se hacían diestros en un instrumento, y los de danza profundizaban su aprendizaje en ballet o folclor.
En el liceo desayunábamos, almorzábamos y tomábamos once. Entrábamos al colegio a eso de las ocho de la mañana y, más por necesidad que por opción, salíamos junto al declive del ocaso, para esperar la once. No importaba si las clases hubiesen acabado un par de horas antes; ahí queríamos quedarnos, ahí queríamos estar, yendo y viniendo en medio del patio de cemento, un patio que olía trementina, un patio atestado por el sonido de trompetas o de pianos de aquellos que ensayaban bajo el sol, sus pruebas de música.
Nadie quería irse nunca a casa porque ya lo era. No usábamos uniforme, salvo cotonas para no manchar la ropa con pintura. No habían juegos en el patio, pero sí muchos dibujos rayados con tempera en el suelo. Todo era un correr y detenerse y luego seguir corriendo. Éramos libres. Una libertad más allá de las puntadas de la insignia que no llevábamos cocida a ningún traje azul marino. Era una libertad que tenía que ver con la educación en torno a la sensibilidad por las artes; a contemplar, a oír, a esperar, a interpretar, a crear.
En septiembre de 2015 los muros del LEA fueron demolidos tras de una larga batalla por la construcción de una nueva sede luego que el edificio fuese clausurado tras el terremoto de 2010 debido a “daños estructurales”. Aunque yo creo que siempre tuvo los daños estructurales, porque en el liceo la pobreza existía, pese a que en ese tiempo no sabíamos que las ventanas rotas y los techos agujereados tenían otro nombre mas que ventanas y techos y espacios por donde entraba a veces el frío y la lluvia. Y sólo eso. Nada más que eso.Desde que el viejo edificio fue cerrado en 2010, y viéndose sin sede dónde continuar sus actividades, el liceo debió dividir a sus estudiantes en dos sedes: un colegio de Mapocho y una escuelita en muy malas condiciones ubicada detrás de un conjunto de blocks en calle Carrascal. Eso, hasta que a principios de este año, la comunidad leana se movilizó para lograr una solución definitiva al errante peregrinar del establecimiento. Apoyo por parte de figuras públicas, actividades artísticas y hasta clases en la calle con fueron las herramientas para atraer la atención de los medios y conseguir, el pasado marzo, la reubicación temporal en un colegio de buena infraestructura en Maipú a la espera del edificio definitivo que en estos momentos se está construyendo sobre los cimientos de la vieja mole. Un nuevo Liceo Experimental Artístico que deberá ser entregado en 2019 y que promete trazar la primera pincelada para comenzar a levantar los espacios que merece tener la tan olvidada educación artística en Chile.
Fuente: Barrio Patrimonio